Querido San Nicolás:
Como es la primera vez que te escribo, no estoy segura de que tú también lo sepas todo. Espero que mi nombre al menos sí lo sepas, y también, sin necesidad de que yo te lo diga, que me he portado muy muy bien y que he sido muy valiente; que, pese al desánimo que me asola, no he llorado este año casi nada de nada. Estos últimos días, quizá, algo más, pero mucho menos de lo que merece el deterioro de nuestra convivencia, me parece a mí.
Tampoco estoy segura de si te hará ilusión incluir a un nuevo pedigüeño en tu lista de distribución o si, por el contrario, será un incordio para ti. Créeme que no es mi intención causarte, querido San Nicolás, ninguna molestia antes de que te vayas al Norte a repartir las naranjas acostumbradas y tus otros presentes.
Acudo a ti, consumiendo con ello mis últimas esperanzas, para pedirte a modo de regalo algunos milagros que resultan inalcanzables para otros. No por nada cuentan de ti que fuiste capaz de resucitar a tres niños asesinados, que protegiste y salvaste de una muerte segura a tres soldados condenados, que rescataste a tres jóvenes de las garras inminentes de la prostitución. Lo que yo te voy a pedir son milagros a esos parecidos y también son tres a quienes quiero que salvaguardes de graves males y peligros. Me refiero, sí, a mis antaño tres Reyes Magos.
Antes mis Reyes Magos eran verdaderamente tres y se controlaban unos a otros según las Reglas de Juego que entre todos habíamos establecido. Baltasar, poniendo en valor la diversidad representada en el poder legislativo, marcaba a Gaspar los límites de lo que este podía regalar; Melchor, con la sabiduría que exige el ejercicio del poder judicial (entendido de forma amplia), interpretaba esos límites a la luz no solo de su literalidad, sino también de los principios esenciales y derechos fundamentales consagrados en las Reglas de Juego, que podían llegar a prevalecer sobre las leyes dictadas por Baltasar; finalmente, Gaspar, con el impulso y energía propias del poder ejecutivo, nos traía los regalos que mejor le parecían —pues ese es el privilegio de su acción política— dentro del marco delimitado por Baltasar y Melchor.
¡Qué felices éramos, querido San Nicolás, cuando eran tres nuestros Reyes Magos! ¡Cuántos sacos de carbón nos fueron ahorrados en el maravilloso equilibrio que las Reglas del Juego habían diseñado para los tres! Un equilibrio puesto al servicio de todos, que vivíamos felices y comíamos perdices, pensando (con la inocencia e ilusión propia de quien empezó el cuento con el colorín colorado) que el equilibrio, una vez alcanzado, siempre iba a estar ahí; que era imposible perderlo.
Deberíamos haber sabido, San Nicolás, deberíamos saber, que hay momentos en la historia preñados de fatalidad; que hay luces de guía de nuestra convivencia que exigen vigilia perenne para no apagarse, pues un pequeño movimiento, un descuido, y solo queda la incredulidad de la vuelta a la oscuridad. No son luces para las que podamos decir, alegre y despreocupadamente, si te extingo, refulgente llama, y me arrepiento, devolverte puedo a tu luz primera. No podemos, no, pues el fuego que esa lumbre pueda encender de nuevo es casi tan difícil de encontrar como el de Prometeo.
No sé si la luz se ha apagado del todo. Quiero creer que no. Pero titila mucho y es tenue; ya no refulge ni ilumina como antes, San Nicolás.
Todo empezó a teñirse de desdicha —me parece a mí— cuando se confundió la democracia propia de un Estado de Derecho con el mero gobierno de la mayoría, cuando todos deberíamos haber sabido, querido San Nicolás, deberíamos saber, que lo que distingue a una verdadera democracia de una tiranía no es que la mayoría elija al gobierno —eso siempre fue condición necesaria, San Nicolás, pero jamás suficiente—, sino que, además, el gobierno de esa mayoría sea respetuoso con las Reglas del Juego y con las minorías. Nada menos democrático —¿verdad, San Nicolás?— que el abuso de la mayoría sobre la minoría. Nada menos democrático que una mayoría que, imbuida de un alto concepto de sí misma —de un concepto en el que se representa a sí misma como reencarnación del Bien Absoluto y que le hace inconcebible que la minoría que representa el Mal pueda jamás llegar al poder— aligera, cuando no suprime del todo, los controles que las Reglas del Juego establecen para evitar el abuso de la mayoría (de cualquier mayoría) sobre la minoría.
Sea como fuere, el caso es que llegados aquí, te quiero pedir como regalo un triple milagro. Creo que está a tu alcance, y no solo porque en el pasado hayas hecho milagros parecidos, sino también porque no puede ser casual que tu onomástica (el 6 de diciembre) coincida con el día en que celebramos nuestras Reglas del Juego y, sobre todo, porque en los lares que están más acostumbrados a tus visitas (Luxemburgo, Estrasburgo) los equilibrios que pretenden nuestras Reglas del Juego se defienden con especial ahínco.
Te pido, por favor, el regalo-milagro de que, así como resucitaste a esos pobres niños asesinados, me resucites también la labor de Baltasar, que parece desaparecido en su intento de evitar que Gaspar lo poseyera del todo. Creo que algunos olvidaron, querido San Nicolás, que la obligación ética de cumplimiento de las leyes deriva —y cito aquí a Hannah Arendt, como gran pensadora que fue— de “la suposición de que el ciudadano había dado su consentimiento a las leyes”; esto es, “de que bajo el dominio de la ley los hombres no están sometidos a una voluntad ajena, sino que se obedecen a estos mismos”. Y —claro— olvidado eso, deja también de tenerse presente que, para que esa suposición sea mínimamente aceptable para un ser racional, es esencial —esencial, querido San Nicolás— que todos los representantes de los ciudadanos (y no solo los de la mayoría gobernante) se sientan parte del proceso de elaboración de las normas. De un tiempo a esta parte, sin embargo, uno diría que lo que se pretende es que la minoría no gobernante no se sienta parte de nada. Por eso te pido, San Nicolás, que me traigas por favor el milagro de que las leyes se elaboren como Dios manda; esto es, como disponen las Reglas del Juego interpretadas a la luz de su razón de ser. Y no me digas, querido San Nicolás, que es mucho lo que te pido. No te estoy pidiendo el milagro de que los pajes de Baltasar se escuchen unos a otros en lo que cada uno tenga que decir. Eso sí que requeriría un milagro divino que yo no te voy a pedir —al menos no aquí, ni ahora— pues ya he aceptado —con una incredulidad teñida de consternación— que para algunos pajes de Baltasar el principal valor del lenguaje no es su capacidad de posibilitar la comunicación entre los seres humanos (entender al otro y hacerse entender por él) sino el de ser expresión de una cultura diferenciada. Limito, pues, mi petición de milagro al mínimo imprescindible para que la suposición en la que se fundamenta mi obligación ética de cumplimiento de las leyes no se me desmorone del todo.
Te pido —por favor, por favor, por favor— el regalo-milagro de que me protejas la independencia de Melchor respecto de Gaspar, como protegiste a esos soldados condenados a morir. No me refiero tanto a la independencia real —que a la postre depende de algo tan inasible como la conciencia y dignidad de cada cual y que no quiero, porque no me apetece, poner en duda—, sino a la aparente, pues las apariencias —pienso yo— importan, y mucho, cuando se trata de instituciones a las que el orden jurídico dota de potestas. Melchor no solo debe ser independiente de Gaspar, querido San Nicolás, también tiene que parecerlo. Son esas apariencias las que dotan a las instituciones de la auctoritas necesaria para que su legitimidad en el ejercicio de la potestas que el ordenamiento les concede sea unánimemente reconocida y pacíficamente aceptada por los ciudadanos. Melchor tiene que parecer independiente de Gaspar, además de serlo, para que todos nos creamos que verdaderamente lo es. Tráeme pues como milagro, querido San Nicolás, la protección de la independencia de Melchor pues, ausente Baltasar, es el único escudo que nos queda ya para protegernos de Gaspar si le sigue dando por traernos solo carbón, o cualquier otro regalo envenenado que no respete las Reglas del Juego. No está nada fácil —lo sé, querido San Nicolás—, pero ¿acaso fueron fáciles los milagros alguna vez?
Te pido, en un ruego muy especial, el regalo-milagro de que emplees a fondo tu capacidad de hacer milagros con Gaspar, para ver si, así como salvaste a tres jóvenes de las garras de la prostitución, eres capaz de evitar que continúe prostituyendo su palabra al mejor postor. Quiero que me traigas a un Churchill como Gaspar, por favor. Alguien que sea capaz de mantener la palabra dada ante los ciudadanos hasta el final. De mantenerla en Francia [o en Bélgica], mantenerla en los mares y en los océanos, mantenerla con creciente confianza y creciente fuerza en el aire, mantenerla, no importa cuán alto sea el precio, en las playas, mantenerla en los aeródromos, mantenerla en los campos y en las calles, mantenerla en las colinas. Lo de no rendirse y renunciar a ella, jamás, no te lo voy a pedir porque el pasado ya es inamovible y muestras ignominiosas de rendición y renuncia… ya hemos tenido algunas.
Ya sabes tú, querido San Nicolás, que Kissinger en su último libro (Liderazgo: seis estudios sobre estrategia mundial) atribuye esto de que no haya líderes como los del pasado (como Churchill, por ejemplo) al hecho de que los de antaño leían —en soledad y rumiando libros de cierto espesor— y los de ahora no. Sin perjuicio de las enormes carencias de nuestros líderes de hoy, yo no sé, San Nicolás, si la raíz del problema no estará en que quienes no leemos lo suficiente somos los ciudadanos. Los ciudadanos somos, al final, quienes elegimos a quien seguir y, sin esa “alfabetización profunda” que da la lectura reflexiva, paciente y solitaria de los libros de cierto espesor, es muy difícil formarse una opinión propia, una conciencia crítica, que no se deje arrastrar por la colectiva en cada caso dominante. Que, como la de algunos buenos amigos míos, valientes de verdad, se ponga en pie cuando todos permanecen sentados para decir etiam si omnes, ego non.
Así que te voy a pedir también, ya para terminar, que nos traigas a todos muchos libros. Que siembres nuestras almas de las palabras que nos permitan hallar nuestra propia voz, nuestra propia conciencia. Quizá así, querido San Nicolás, algún día consigamos traer de vuelta a nuestros queridos tres Reyes Magos. Te lo pido por mí y por todos mis compañeros, querido San Nicolás… para poder volver a escribirles, como siempre he hecho, a ellos, y no volver a darte a ti la lata nunca más.
Y si no pudiéramos traerlos de vuelta, siempre nos quedará el consuelo de Unamuno: Leer, leer, leer, vivir la vida / que otros soñaron. / Leer, leer, leer, el alma olvida / las cosas que pasaron.
Mucho tiempo de lectura habremos de emplear para esto último, querido San Nicolás, si no nos ayudas.
Un abrazo muy fuerte,
Gloria
Querida Gloria Nicolasa:
Tras la lectura sosegada de tu post de hoy el cuerpo me pide comentarlo, pero lo cierto es que no puedo añadir nada. Es sencillamente…Fantástico!!!
Enhorabuena!
Querido Carlos: mil gracias.
Maravilloso. Debería ser un post de obligada lectura para todos nuestros gobernantes
Muchas gracias, Sergio.
No sé si haría mucha mella en la mayoría de ellos porque al final no hay mayor ciego que el que no quiere ver.
No suelo escribir valoraciones, pero creo que el espiritu, la letra y el contenido de tu carta, merecen darte unas muy sinceras gracias por recordarme que siempre a pesar de la oscuridad mas tenebrosa, hay alguien con un pequeño destello de luz que nos anima a continuar el camino.
Muchas gracias, Rafael.
Te agradezco que me hagas saber que mi desahogo personal también es útil para algunos lectores.
Con todas las personas sensatas que hay en este país, un modo de volver a la cordura digo yo que encontraremos.
Como siempre, acertada y oportuna tu tribuna, querida Gloria. Me temo que la creciente falta de pensamiento propio y sentido crítico (y común, si me apuras) del votante actual no es casualidad y es el objetivo claro de algunos gobernantes o aspirantes a serlo, por motivos obvios. Tras la desmantelación de Instituciones y del Rule of Law, 1984, amiga mía; pintado de mona, pero 1984, a eso vamos. Y si no fuera porque estamos en Europa, ya estaríamos como en varios países de Latinoamérica (con todos mis respetos a mis queridos latinoamericanos). Solo denuncias valientes como la tuya y las de muchos otros de nuestros conciudadanos podrán prevenirlo.
Muchas gracias, José Luis.
Lo peor es que cuando lleguemos a 1984 nos dejarán sin libros. Habrá entonces que tirar de memoria. Yo ya me propuse este año aprender un poema cada semana por si acaso…
Así de optimista estoy, ya ves.
Un beso gordo y ánimo.
Estimada Gloria siempre es un placer leer lo que escribes y sobre todo lo que no escribes, y ya que apelas a San Nicolás para que interceda por los Reyes Magos, uno que representó a Melchor (Gerhard Leibholz) en su momento dijo: “Todos los crímenes y corrupciones de los partidos estatales son crímenes y corrupciones del pueblo que los vota”. Sólo queda esperar, y como dice el refrán “no hay mal que cien años dure”, o sí.
Muchas gracias por tu comentario, Ricardo.
Sí a veces (si es no es siempre) lo que se calla y los silencios también son elocuentes. Hay silencios cómplices, cuando hay que hablar y se calla, y hay silencios prudentes, cuando es mejor callar que hablar. Y que Dios nos dé sabiduría para distinguirlos y valentía y prudencia (o estoicismo) para afrontarlos según toque… Armarnos de paciencia sí que va a ser necesario en todo caso. Mucho ánimo.
Estimada Gloria siempre es un placer leer lo que escribes y sobre todo lo que no escribes, y ya que apelas a San Nicolás para que interceda por los Reyes Magos, uno que representó a Melchor (Gerhard Leibholz) en su momento dijo: “Todos los crímenes y corrupciones de los partidos estatales son crímenes y corrupciones del pueblo que los vota”. Sólo queda esperar, y como dice el refrán “no hay mal que cien años dure”, o sí.
Brutal. Gracias por compartir !
Contestando la pregunta del último verso del poema: «si, seremos lo que pasó». No hay mucho espacio para la esperanza (ni los milagros) viendo cómo se suceden los acontecimientos en los últimos 20 años, no ya en España sino en el mundo.
Algunos me dicen que lo que me pasa es que estoy ya viejo para entender que lo que viene para el mundo es mejor de lo que teníamos. No estoy de acuerdo. La ciencia y la tecnología, que han permitido tantos avances que nos hace ‘vivir mejor’, traen consigo ineludiblemente un reseteo de mucho más calado del que somos conscientes.
Hoy en día la ciencia y la tecnología son la gasolina que alimenta la pira en la que arden unos valores que estaban anclados en el Renacimiento. Los ciudadanos tenían, como describe Arturo Perez Reverte mucho mejor que yo, » … La más noble (y rara) nacionalidad, ajena a las fronteras […], fue la de los humanistas: la de la cultura y la inteligencia. Una cofradía internacional cuya lingua franca era el latín, pero también el griego y el hebreo, y cuyos principios de fraternidad y respeto al pensamiento ajeno quedaban por encima de fronteras, religiones y nacionalismos.»
Será un mundo nuevo. Quizá mejor. Quizá peor. Pero seguro distinto.
Yo prefiero el anterior, un mundo más culto en el que manipular la conciencia colectiva era mucho más complicado.
Pero será que estoy viejo para entender que lo viene es mejor que lo que teníamos
🙂
Muchas gracias, Juan.
La ciudadanía a la que se refiere Perez-Reverte es la del país que otros llaman la República Independiente de las Letras, aunque tiene algún estado monárquico amigo como el Reino de Redonda. Yo estoy haciendo todos los méritos que puedo para pedir asilo allí. No te exigen que renuncies a la de nacimiento.
Estoy de acuerdo contigo en lo de la tecnología. Es otra de mis grandes obsesiones recientes. Me preocupa la renuncian que propician a la reflexión personal y también la que promueven de la propia intimidad personal. Al final no podremos ser buenos porque no nos dejarán ser malos… siendo el bien y el mal decididos por algún algoritmo indescifrable.
En fin.
Menos mal que yo también estoy mayor y podré seguir cuidando mis hábitos analógicos mientras me dejen.
Un abrazo.