Sobre la eficacia retroactiva de los cambios de criterio administrativos o jurisprudenciales
El principio de división de poderes introdujo una tajante distinción entre la creación o producción del derecho, que se atribuye al Poder Legislativo, y la aplicación del derecho ya creado, que se atribuye al Poder Judicial. Bueno, en el ámbito administrativo se atribuye en primera instancia a la Administración y solo en segunda instancia —como revisión de esa aplicación inicial que son los actos administrativos— al Poder Judicial. Este último establecería la interpretación uniforme (función nomofiláctica) de esas normas creadas por el legislador, que debería luego a su vez ser respetada y seguida en posteriores actos de aplicación. Simplificando, podríamos decir que tenemos tres funciones diferentes —creación, interpretación, aplicación— para tres poderes distintos —Legislativo, Judicial, Ejecutivo—. ¡Vaya!, como los tres anillos de poder élficos, solo que con un orden de prelación o de intensidad claramente establecido, en el que el poder legislativo sería, sin duda, el más fuerte primo de Zumosol.
El caso es que esta concepción del derecho como producto dado, en el que la ley representa la manifestación de una voluntad que cristaliza y se agota en sí misma y los jueces —o la Administración— son meros declamadores de reglas jurídicas ya existentes (“la bouche qui pronounce les paroles de la loi”), no se ajusta a la realidad. Decía IHERING (¿Es el Derecho una Ciencia?, Granada: Comares, 2002, pp. 85 y ss.) que no es un juez como debe ser “aquel que se despreocupa del resultado de su tarea, y que se limita a trasladar la responsabilidad al legislador, ni aquel otro que aplica de forma mecánica el precepto, como si de una rueda muerta, sin sentimientos, en la maquinaria jurídica se tratara”. Porque para IHERING (cursivas añadidas), el juez “no solo debe pensar, él puede y debe sentir, lo que significa que él debe someter a la ley su sentimiento antes de aplicar el Derecho”, de forma que también debe resolver, y hacerlo atendiendo a la idea de la justicia, “cuando el legislador lo abandona”, esto es, cuando la ley presenta lagunas y defectos. Algunos quizá piensen que esto de mezclar sentimientos y derecho no es buena combinación, pero, en otro lugar (La lucha por el derecho, Madrid: Civitas, 1985, p. 92) IHERING también decía —y creo que decía bien— que “la fuerza del derecho descansa como la del amor en el sentimiento” y, aunque personalmente no comparto la segunda parte de la cita —“y la razón no tiene cabida cuando aquél impera”—, todos los que nos dedicamos de un modo u otro al ejercicio del derecho somos testimonio encarnado de ese sentimiento, de esa pasión. ¿Qué otra cosa explica si no que los juristas vivamos nuestra profesión como si de una vocación se tratase?
Pues bien, constatado que el derecho no es un producto dado por el legislador que pueda ser objeto de una aplicación silogística puramente mecánica, sino un producto construido en el que la interpretación y aplicación reservadas a los Poderes Judicial y Ejecutivo llevan consigo una carga creativa incuestionable, se plantea entonces cómo conciliar esa faceta creadora inherente a la aplicación administrativa y judicial del derecho con la seguridad jurídica. Porque no olvidemos que el derecho, entendido como ordenamiento jurídico positivo, surge precisamente para dar respuesta a la doble necesidad de que el individuo pueda conocer las consecuencias de sus actuaciones frente a las de los demás y pueda confiar, con ello, en que esas actuaciones serán objeto de protección si se conforman a lo que prescriben las reglas jurídicas aplicables. Y si esto es así en cualquier ámbito jurídico, más intensa es esa exigencia cuando se trata de parcelas del ordenamiento en las que —como es el caso del derecho tributario o el sancionador— el nacimiento de consecuencias gravosas (pecuniarias, restrictivas de esferas de actuación) se vincula a actuaciones realizadas por los propios destinatarios de las normas. La certeza del derecho, ingrediente esencial de la seguridad jurídica, exige así que en el ámbito tributario, como en el penal, las reglas jurídicas sean previas (nullum tributum, nullum crimen, sine lege praevia) y establece limitaciones, por tanto, a su retroactividad: a la posibilidad de que las reglas jurídicas regulen hechos acaecidos antes de su propia existencia.
La retroactividad de la norma y sus límites en derecho tributario
La regla general en derecho (art. 2.3 CC) es que las normas jurídicas carecen de efecto retroactivo, salvo que expresamente se disponga otra cosa. Esta regla general, acogida en materia tributaria por el art. 10.2 de la LGT, exige que las normas tributarias se apliquen a los tributos devengados (o cuyo período impositivo se inicie, si se trata de tributos periódicos y no instantáneos) a partir de su entrada en vigor. Y aunque la materia tributaria no se encuentra entre aquellas para las que está vedada la posibilidad de exceptuar esta regla general de irretroactividad (a saber, normas sancionadoras no favorables y restrictivas de derechos individuales ex art. 9.3. CE, o leyes penales, excepcionales o de ámbito temporal ex art. 4.2 CC), todos sabemos que la capacidad que tiene el legislador para excluirla no es ilimitada, sino que se encuentra restringida por las exigencias que dimanan de los principios de capacidad económica y, sobre todo, seguridad jurídica. En este sentido, se ha abordado la cuestión de la retroactividad de la norma tributaria apelando a la doctrina de los grados de retroactividad y se ha entendido así que la retroactividad auténtica (que pretende anudar efectos jurídicos a situaciones de hecho producidas y consumadas antes de la entrada en vigor de la ley) está generalmente prohibida y que la posibilidad de una retroactividad no auténtica o de grado medio, en la que la ley incide en situaciones no concluidas, hay que analizarla ponderando la previsibilidad de la medida, su envergadura y su justificación en eventuales razones extrafiscales o fiscales, especialmente ante exigencias cualificadas de interés general. En función de la ponderación de estos criterios, en algunos casos de retroactividad de grado medio (SSTC 182/1997 o 126/1987), nuestro TC ha admitido el efecto retroactivo de la norma tributaria, mientras que en otros (SSTC 173/1996 o 234/2001) lo ha rechazado. Pero sin la concurrencia de razones cualificadas de interés general no cabe admitir la retroactividad de normas imprevisibles que inciden sustancialmente en el deber de contribuir.
Ha de hacerse notar, no obstante, que el desarrollo de estas restricciones a la retroactividad de las normas tributarias se ha enmarcado en el control del margen de creación normativa que corresponde a los órganos a los que constitucionalmente se atribuyen facultades de normación. Esto es, en el control a la capacidad creadora del Poder Legislativo, para las disposiciones de carácter legal, y a la del Poder Ejecutivo, cuando se trata de disposiciones de naturaleza reglamentaria. Sin embargo, cuando se trata de controlar los productos de otros órganos que no tienen atribuidas facultades de normación stricto sensu, pero sí funciones (de interpretación o aplicación del derecho) que llevan consigo de manera inherente una indiscutible vertiente creativa, ¿la eficacia retroactiva de esos productos no ha de tener cortapisa alguna?, ¿pueden realmente afectar a situaciones generadas, a actos adoptados, al amparo del criterio anterior?
Límites a la eficacia retroactiva de los cambios de criterio administrativo
En el caso de la doctrina administrativa, la limitación del alcance retroactivo de los cambios de criterio suele abordarse desde las exigencias que impone el principio de confianza legítima, recogido hoy día en el artículo 3.1.e) de la Ley 40/2015, junto con los de buena fe y lealtad institucional. Este principio, una de las muchas y muy exigentes facetas de la seguridad jurídica —“suma de certeza y legalidad, jerarquía y publicidad normativa, irretroactividad de lo no favorable e interdicción de la arbitrariedad”, según la STC 173/1996—, protege al particular que, a la luz de actos previos de la propia administración, concibe esperanzas fundadas en la regularidad y conformidad a derecho de su propia actuación. Se trata de un principio que ha sido especialmente desarrollado en la jurisprudencia comunitaria (entre otras muchas, en las SSTJUE de 5 de mayo de 1981, Dürbeck, 112/80; de 25 de mayo de 2000, Kögler, C82/98; de 22 de junio de 2006, Bélgica y Forum 187 c. Comisión, C182/03 y C217/03) y que ha recibido atención también de nuestro Tribunal Supremo a diversos efectos.
En primer lugar, el principio de confianza legítima se ha esgrimido a los efectos de excluir la culpabilidad del administrado cuando acomoda su conducta a los criterios que parecen emanar de la previa actuación administrativa. Así, la jurisprudencia de la Sala Tercera del Tribunal Supremo ha concluido de forma reiterada —v. entre otras, SSTS, Sala 3.ª, de 22 de febrero de 1992 (RJ 852), 28 de julio de 1997 (RJ 6890), 23 de diciembre de 1997 (RJ 9698), 23 de febrero de 2000 (RJ 7047) y 20 de julio de 2004 (RJ 5131)— que cuando el interesado ajusta su conducta a “signos externos” de la propia Administración lo suficientemente concluyentes para moverle a actuar en un determinado sentido y que induzcan a aquél a confiar en la “apariencia de legalidad” que la actuación administrativa revele, esa confianza legítima creada en el administrado constituye una causa de exoneración de culpabilidad. En estos casos, y al proyectarse sobre el ámbito sancionador, el principio de confianza legítima no entra en conflicto con el principio de legalidad, que queda incólume: no permite concluir que el actuar del administrado haya sido conforme a derecho, pero sí excluir que esa contrariedad a derecho de su actuar sea merecedora de un reproche sancionador.
En segundo lugar, y rompiendo en algunos casos las estrechas costuras que representa el corsé de la legalidad, el Tribunal Supremo (STS n.º 1006/2018, de 13 de junio de 2018; ponente D. Jesús Cudero) ha admitido la proyección del principio de confianza legítima más allá del ámbito sancionador y ha afirmado que tal principio se quebraría si la Administración pudiera exigir el tributo “en relación con una determinada clase de operaciones (o, en general, de hechos imponibles), respecto de períodos anteriores no prescritos, cuando puedan identificarse actos o signos externos de esa misma Administración lo suficientemente concluyentes como para entender que el tributo en cuestión no debía ser exigido a tenor de la normativa vigente o de la jurisprudencia aplicable”. Según aclara el propio Tribunal Supremo con otras palabras, “la declaración expresa y precisa de que la operación no está sujeta o la realización de actos indubitados que revelen un criterio claramente contrario a su sujeción impedirá a la Administración exigir el tributo con carácter retroactivo, esto es, en relación con momentos anteriores (no afectados por la prescripción) a aquél en el que se cambió el criterio que antes se había manifestado expresa o tácitamente y que llevó al interesado a ajustar su comportamiento a esos actos propios”.
En aplicación de esta jurisprudencia, la sentencia de la Audiencia Nacional de 17 de abril de 2019 (rec. 866/2016), de la que es ponente D. Miguel de los Santos Gandarillas Martos, considera manifiestamente contradictorio que, en un contexto de generalización del sistema de autoliquidación, “un posterior cambio de criterio del aplicado, cualquiera que fuere el ámbito revisor en el que tuviera lugar, no deje a salvo y respete lo hasta ese momento practicado por el administrado, salvo que el nuevo resultara más favorable a los intereses económicos o patrimoniales del contribuyente”. Y, en consecuencia, concluye que en esas circunstancias la seguridad jurídica, manifestada en este principio de confianza legítima, prima sobre el principio de legalidad.
En esta limitación que el principio de confianza legítima establece a la eficacia retroactiva de los cambios de criterio administrativo queda aún pendiente de aclarar qué quiere decir exactamente el Tribunal Supremo con eso de signos externos lo suficientemente concluyentes, porque, según sentencias previas del Tribunal Supremo (SSTS de 4 de noviembre de 2013 o de 21 de junio de 2016), la inactividad administrativa también podría implicar un reconocimiento tácito de legalidad —generador de confianza legítima en la propia actuación del particular— cuando la Administración desarrolla una actividad inspectora con plenitud, en la que se pudo contar con toda la información relevante y en la que, sin embargo, no se cuestionó aquella actuación. Pero también habría que aclarar qué quiere decir eso de que el acto sea de esa misma Administración, y cómo se relaciona esa exigencia con el principio de lealtad institucional y las distintas competencias en la interpretación de las normas que el ordenamiento atribuye a las distintas Administraciones públicas.
Límites a la eficacia retroactiva de los cambios de criterio jurisprudencial
Parecería, por tanto, que el principio de confianza legítima, con sus limitaciones y sus incertidumbres aún pendientes de aclaración, permitiría poner coto a la eficacia retroactiva de cambios de criterio en la doctrina administrativa o en el actuar de la Administración. Bien. Y respecto de los cambios de criterio jurisprudenciales, ¿hay algún límite o pueden proyectarse hacia el pasado sin ningún tipo de restricción?
A esto último (no hay ningún límite y pueden proyectarse hacia el pasado sin restricción) parecería abocar el entendimiento dogmático que niega a la jurisprudencia valor normativo, pese a que hoy día se reconozca generalizadamente la vertiente creativa de los actos judiciales. Así, partiendo del principio incontrovertido e incontrovertible de que los cambios de criterios jurisprudenciales son legítimos cuando son razonados y razonables y con vocación de futuro —¡faltaría más!—, es también doctrina constitucional reiterada (SSTC 95/1993, 16/2015, 34/2015, 35/2015, 36/2015 o 53/2015, entre otras muchas) la de que “no es de aplicación a los cambios jurisprudenciales el principio constitucional de la irretroactividad (artículo 9.3 CE) reservado a las disposiciones normativas” y que la sentencia que introduce un cambio jurisprudencial “hace decir a la norma lo que la norma desde el principio decía, sin que pueda entenderse que la jurisprudencia contradictoria anterior haya alterado esa norma o pueda imponerse como Derecho consuetudinario frente a lo que la norma correctamente entendida dice”. Les decía antes que no estaba muy de acuerdo con la segunda parte de la cita de IHERING —la que excluye que la razón tenga cabida en el derecho cuando en este impera el sentimiento— y ahora les voy a explicar por qué: en mi experiencia personal, el sentimiento jurídico se enardece tanto más, y la lucha por el derecho se hace tanto más apasionada, tanto más sentida, cuando encuentras afirmaciones jurídicas (como estas que comento ahora) que cuesta mucho pasar por el tamiz de la razón práctica, que el común de los mortales —que es tu cliente— solo acepta porque tiene fe y confianza en ti, y cree lo que le dices, pero que le llevan a pensar que estos juristas siempre tienen algo de prestidigitadores y que —¡otra vez!—, con su jerga y su dogmática jurídicas, le han vuelto a engañar con el sitio en el que él situaba la pelotita de su razón, basada en el sentido común.
A ver. Es principio elemental de la lógica el de no contradicción: una cosa no puede ser al mismo tiempo esa cosa y su contraria. Si la jurisprudencia siempre hace decir a la norma lo que la norma dice —y la jurisprudencia anterior decía, por ejemplo, que una operación no estaba sujeta al tributo y la correctora afirma que sí lo está—, la norma (la regla interpretada) no puede ser la misma —no, no puede— antes y después del cambio jurisprudencial. Por ello, me parece mucho más acertado (más comprensible para ese mortal común que es mi cliente) el criterio del voto particular a buena parte de estas sentencias del Tribunal Constitucional que antes mencionaba. En este caso, el voto particular de D. Juan Antonio Xiol Ríos, al que se adhiere D. Luis Ignacio Ortega Álvarez, sin cuestionar la capacidad de la jurisprudencia para interpretar el derecho —para adaptarlo, por tanto, a la realidad social del tiempo en que ha de ser aplicado, para suplir sus lagunas y para hacerlo encajar con el resto del ordenamiento—, centra la cuestión en el alcance que puede tener su aplicación retroactiva y niega que una modificación jurisprudencial pueda prevalecer en su proyección al pasado cuando implica el sacrificio de derechos o valores constitucionalmente protegidos. Porque, si no fuera así, es que entonces el primo de Zumosol en lo que a la creación del derecho se refiere ya no sería el Poder Legislativo, sino el Poder Judicial, que tendría una capacidad —la de hacer decir algo nuevo a la ley con eficacia retroactiva ilimitada— que el principio de seguridad jurídica restringe, cuando no veda, al legislador. En las palabras, ciertamente más académicas, del voto particular, “si el cambio de jurisprudencia solo hace decir a la norma lo que esta desde el principio decía, debe concluirse que lo que hubiera estado al legislador, por respecto al principio de seguridad jurídica, también debe estar vedado a la interpretación de la ley por el cambio de la evolución jurisprudencial con idénticos efectos”.
Pues bien, en relación con este límite infranqueable que el voto particular de estas sentencias atribuye a la eficacia retroactiva de los cambios de criterio jurisprudencial (el respeto de derechos o valores constitucionalmente consagrados), ha de recordarse que el contenido y alcance de los derechos que figuran consagrados en nuestro texto constitucional (todos los derechos y libertades previstos en el capítulo II de su título I) han de ser interpretados de conformidad con los tratados y acuerdos internacionales a los que hace referencia el art. 10.2 CE. Por tanto, y en lo que ahora nos interesa, el Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH) y la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión, y la interpretación que de uno y otra hacen, respectivamente, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) y el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, han de ser tenidos en cuenta en la interpretación de los derechos y libertades constitucionales que pueden limitar la eficacia retroactiva de los cambios de criterio jurisprudencial.
Así, por ejemplo, la reciente STEDH de 26 de mayo de 2020, Gil Sanjuan c. España (PROV 2020, 174025) se alinea con las tesis sostenidas en el voto particular antes mencionado al estimar la demanda de una ciudadana española que vio inadmitido su recurso de casación como consecuencia de un cambio en la jurisprudencia del Tribunal Supremo en el sentido de exigir el cumplimiento de ciertos requisitos, no previstos en la ley, en recursos que ya estaban presentados sin dar a los recurrentes trámite de subsanación. Si el recurso de amparo interpuesto por la demandada fue desestimado por una de esas sentencias del Tribunal Constitucional que antes comentábamos (la STC 53/2015) que afirmó que los límites jurídicos a la retroactividad no resultaban aplicables a los cambios jurisprudenciales, por carecer estos de valor normativo, la STEDH ha declarado, por el contrario, que la aplicación retroactiva del cambio jurisprudencial establecido por el Tribunal Supremo no es aceptable por vulnerar el derecho a un proceso equitativo del art. 6 CEDH (y con ello, el derecho a la tutela judicial efectiva del art. 24 CE interpretado a la luz de aquel).
Así que los cambios de criterio jurisprudencial también han de tener ciertos límites; en particular, el que deriva de los derechos constitucionalmente protegidos interpretados a la luz de los tratados y convenios internacionales firmados por España.
Pues bien, cuando estamos en materia tributaria lo lógico es entender que ese derecho constitucionalmente protegido es el de propiedad, recogido en el artículo 33 CE y en el artículo 1 del Protocolo n.º 1 al CEDH. En este sentido, el tributo supone una injerencia en el derecho de la propiedad de los obligados tributarios que, aunque esté a priori muy justificada por la vertiente tributaria de la función social que tiene atribuida la propiedad —esto es, por el deber de solidaridad al sostenimiento de los gastos públicos que lleva consigo la capacidad económica—, puede verse a posteriori no legitimada si no se observan determinados requisitos y exigencias.
En particular, el artículo 1 del Protocolo n.º 1 al CEDH señala lo siguiente:
“Toda persona física o jurídica tiene derecho al respeto de sus bienes. Nadie podrá ser privado de su propiedad sino por causa de utilidad pública y en las condiciones previstas por la ley y los principios generales del Derecho Internacional.
Las disposiciones precedentes se entienden sin perjuicio del derecho que tienen los Estados de dictar las leyes que estimen necesarias para la reglamentación del uso de los bienes de acuerdo con el interés general o para garantizar el pago de los impuestos, de otras contribuciones o de las multas”.
Como puede verse, esta disposición contiene tres normas distintas. En palabras del TEDH (por todas, sentencia de 3 de julio de 2003, Buffalo Srl c. Italia, apdo. 30), “la primera, que se expresa en la primera frase del primer apartado y reviste un carácter general, enuncia el principio del respeto a la propiedad; la segunda, que figura en la segunda frase del mismo apartado, trata de la privación de la propiedad y la somete a ciertas condiciones; en cuanto a la tercera, consignada en el segundo apartado, reconoce a los Estados el poder, entre otros de reglamentar el uso de los bienes de acuerdo con el interés general”. Entre esa posibilidad que la regla tercera atribuye a los Estados para reglamentar el uso de los bienes, se encuentra la denominada excepción tributaria, esto es, la posibilidad de que los Estados miembros dicten normas y leyes “para garantizar el pago de los impuestos” o “de otras contribuciones”. Ahora bien, en la jurisprudencia del TEDH, estas tres reglas están estrechamente relacionadas, de forma que la llamada excepción tributaria no excluye por sí misma la necesidad de revisar si la forma en la que el tributo injiere en la propiedad cumple los requisitos exigidos en la regla primera para no entender vulnerado este derecho. Sin ánimo de exhaustividad, a esa revisión se sometió la aplicación del tributo en todas las siguientes sentencias del TEDH: de 3 de julio de 2003, Buffalo Srl c. Italia, apdo. 30; de 16 de abril de 2002, S.A. Dagenville c. Francia, apdo. 51; de 23 de septiembre de 1982, Sporrong y Lönnroth c. Suecia, apdo. 61; de 21 de febrero de 1986, James y otros c. Reino Unido, apdo. 37; de 9 de diciembre de 1994, Santos Monasterios c. Grecia, apdo. 56; de 22 de enero de 2009, Bulves c. Bulgaria, apdo. 60; de 23 de octubre de 1997, Yorkshire Building Society c. Reino Unido, apdo. 79; y de 20 de noviembre de 1995, Pressos Compania Naviera S.A. y otros c. Bélgica.
Por tanto, el tributo, aunque expresamente previsto en el artículo 1 del Protocolo n.º 1 al CEDH como injerencia en el derecho de propiedad que a priori cuenta con una justificación de interés general, puede constituir una vulneración prohibida del derecho de propiedad cuando no se cumplen las dos condiciones en las que el párrafo primero del precepto autoriza esa injerencia: que la injerencia sea “por causa de utilidad pública” y que se realice “en las condiciones establecidas en la ley”.
A los efectos que nos interesan, vamos a centrarnos en esa exigencia de que la injerencia en el derecho de propiedad se realice en las condiciones previstas en la ley. Y es que, para el Tribunal de Estrasburgo, a los efectos de interpretar el artículo 1 del Protocolo n.º 1 del CEDH, por “ley” debe entenderse el derecho de origen tanto legislativo como jurisprudencial. La revisión de la jurisprudencia del TEDH sobre el artículo 1 del Protocolo n.º 1 no ofrece dudas en cuanto al sentido amplio que debe darse al término “ley” (v. así las SSTEDH de 9 de noviembre de 1999, Spacek c. República Checa, apdo. 54; de 14 de octubre de 2010, Shichokin c. Ucrania, apdo. 51; de 7 de julio de 2011, Serkov c. Ucrania, ap.do 34; y de 10 de octubre de 2019, Lopac y otros c. Croacia, apdo. 57). Y el TEDH exige también que esa ley (que puede no ser ley, sino criterio jurisprudencial) cumpla ciertas condiciones cualitativas, relativas fundamentalmente a su accesibilidad, precisión y previsibilidad (SSTEDH de 9 de noviembre de 1999, Spacek c. República Checa, apdo. 54; de 14 de octubre de 2010, Shichokin c. Ucrania, apdo. 51; y de 7 de julio de 2011, Serkov c. Ucrania, apdos. 34-38).
De esta forma, aunque el TEDH admite “que corresponde principalmente a las autoridades nacionales interpretar y aplicar la legislación interna”, también considera que recae entre sus competencias (las del TEDH) “verificar si la forma en la que se interpreta y aplica la legislación interna tiene consecuencias compatibles con los principios del Convenio, interpretados a la luz de la jurisprudencia del Tribunal” (v. STEDH de 7 de julio de 2011, Serkov c. Ucrania, apdo. 36). Y aunque el TEDH en esa sentencia “admite que puede haber razones convincentes para revisar las interpretaciones jurídicas rectoras” (apdo. 39) y que el propio TEDH, “aplicando enfoques dinámicos y evolutivos en la interpretación del Convenio, podrá apartarse, cuando sea necesario, de sus interpretaciones anteriores, asegurando así la eficacia y la contemporaneidad del Convenio”, considera en el caso (apdo. 40) que “la forma en la que los tribunales nacionales interpretaron las disposiciones legales pertinentes menoscabó su previsibilidad” y que (apdo. 41) “la posibilidad de esas interpretaciones divergentes de las mismas disposiciones legales tuvo su origen en una inadecuada legislación interna sobre esta cuestión”. Concluye así (apdo. 42) que, “en opinión del Tribunal, la falta de previsibilidad y claridad de la legislación interna sobre una cuestión fiscal tan importante, dando lugar a interpretaciones jurídicas opuestas, alteró el requisito de «calidad de la ley» con arreglo al Convenio y no proporcionó una protección adecuada contra la injerencia arbitraria por parte de las autoridades públicas en el derecho de propiedad del demandante”.
La exigencia de previsibilidad de la norma (legal o jurisprudencial) que autoriza la injerencia que el tributo representa en el derecho de propiedad es, por tanto, el primer límite que en la jurisprudencia del TEDH podemos encontrar a la aplicación retroactiva de los cambios de criterio jurisprudenciales. El segundo es la necesidad de que esa injerencia se haga por causa de utilidad pública, lo que exige, según la jurisprudencia del TEDH, una justa ponderación entre los intereses públicos en su caso concurrentes y el interés privado del obligado tributario; en particular, si existió una razonable proporcionalidad entre los medios empleados y el fin perseguido. Una carga tributaria que sea irrazonable o que socave esencialmente la situación financiera del obligado tributario no cumple esos requisitos, según el TEDH (v. gr., en STEDH de 14 de mayo de 2013, NKM c. Hungría, apdo. 42). Y a nadie se le escapa que la proyección retroactiva de un cambio de criterio jurisprudencial puede resultar demoledora para los agentes económicos que tenían sus reglas del juego adaptadas a criterios diferentes, sobre todo —aunque no solo— cuando se trata de tributos indirectos que no pueden ser repercutidos en aplicación retroactiva del cambio jurisprudencial.
En realidad, podríamos entender que estos dos límites que el TEDH deduce de la regla primera del art. 1 del Protocolo n.º 1 al CEDH (previsibilidad de la ley que autoriza la injerencia y proporcionalidad de la injerencia en sí misma considerada) se encuentran ya en el art. 31 de nuestra Constitución: el primero en su apartado 3, si se entiende que la reserva de ley tributaria no cumple solo una función democrática, de garantía de autoimposición, sino que también tiene una vertiente destinada a proteger la seguridad jurídica; el segundo en su apartado 1, cuando menciona la no confiscatoriedad como límite a la imposición.
Y ahora, enumeremos supuestos en los que los vaivenes en la interpretación judicial de las normas pueden ser reveladores de una falta de calidad (de previsibilidad) de la ley que autoriza la injerencia del tributo en el derecho de la propiedad, medida esa calidad con el baremo de la jurisprudencia del TEDH.
Un, dos, tres… respondan otra vez:
– ¡La sujeción a TPO de las compras de oro
a particulares!
– ¡La conformidad a derecho de la retribución a los administradores sociales!
– ¿La exigencia de beneficiario efectivo
en la aplicación de las exenciones
establecidas en la LIRNR a los pagos
de intereses y dividendos?
– (…)
Completen ustedes la lista hasta el campana y se acabó… si es que no han considerado que la relación por esta servidora iniciada merecía ya la interrupción del trío tacañón. [Los menores de 35 años que no sepan quiénes fueron Mayra Gómez Kemp ni Chico Ibáñez Serrador googleen un poco, por favor].
Magnífico comentario, Gloria. No hacía más que pensar, al leerte, en cómo iban encajando tus palabras en el muy lamentable tema del TPO de mis clientes, compraventas de oro. Ganamos en el TEAR gracias a la doctrina vinculante del TEAC, que nos daba la razón, pero… recurrió la Comunidad de Madrid y en el TSJ no nos ha valido el principio de confianza legítima ni nada: al parecer, como bien apuntas, la norma dice lo que siempre dijo, a pesar de que el TEAC dijo que decía otra cosa, y con efectos vinculantes. El poder judicial como Gran poder…
No sabes qué cercana me suena esa historia, Nuria… ¡como si la estuviera viviendo en primera persona, vaya!
Yo todavía no he tirado la toalla, por aquello de que he encontrado en la jurisprudencia del TEDH sobre el art. 1 del protocolo 1 del Convenio y en la recientísima sentencia en el caso Gil Sanjuan, algún motivo para la esperanza… que es lo último que hay que perder en esta lucha por el derecho. Sobre todo porque creo (espíritu naif que pese a los años sigue teniendo una) que a veces basta mostrar a los tribunales una vía de argumentación jurídica hacia la razón práctica para que caigan dogmas que son difíciles de entender.
Mucho ánimo y muchas gracias por compartir tus reflexiones.
Veo complicado evitar el efecto retroactivo de los cambios de criterio administrativos (TEAC) y jurisprudenciales. Las normás fiscales suelen ser efímeras y las resoluciones de estos órganos suelen referirse a liquidaciones que muchas veces tienen diez o más años. En la práctica no puedes saber qué dirá dentro de diez años el TEAC o el TS sobre la liquidación que ahora estas haciendo. En mi caso he sufrido estas situaciones en los derechos de superficie, que durante un tiempo (aciago) fueron operaciones de tracto único a efectos de IVA; sobre si en las agrupaciones había que tener o no en cuenta el valor de las construcciones (sin declaración de ON registrada) a efectos de AJD, en que el TS enmendó a la Administración y a algun TSJ para decir que no tributaban, y sobre la tributacion de los complejos inmobiliarios preparatorios de una DH, también en AJD, en que el TS ha enmendado a la DGT para hacerlos tributar.
Muchas gracias, Joaquín, por tus comentarios.
Creo que todos tenemos muchos ejemplos que poner de cambios de criterio. Yo no pretendo decir que en todo caso el criterio sentado por la jurisprudencia deba tener únicamente proyección hacia adelante. Lo que sí digo es que cuando la proyección retroactiva supone una injerencia desorbitada o injustificada en el derecho de propiedad no puede ser ajustada a Derecho. No lo es, de hecho, con arreglo a los criterios sentados por el TEDH.
Pero bueno, es algo apunto y que veremos a ver si acaba asentando o no. No me consta que en nuestro Derecho el argumento haya sido testado tal cual.
Enhorabuena por el artículo, aplicable no sólo al ámbito tributario sino a otros muchos en los que la interpretación de los Tribunales varía según el tiempo. Muchas gracias por escribirlo y divulgarlo. Un saludo
Muchas gracias, Joaquín.
Magnífico artículo, doctora; es la lucha por el Derecho de Ihering: frente a la injusticia, incesante batallar. Gracias, Gloria, por contribuir de manera tan valiente a la conservación del Derecho, porque como decía el Maestro: «… no, no basta para que el derecho y la justicia florezcan en un país que el juez esté dispuesto siempre a ceñir la toga, y que la policía esté dispuesta a desplegar sus agentes; es preciso aún que cada uno contribuya por su parte a esta grande obra, porque todo hombre tiene el deber de pisotear, cuando llega la ocasión, la cabeza de esa víbora que se llama la arbitrariedad y la ilegalidad.»
Muchas gracias, querida Teresa. Eso intentamos: poner nuestro granito de arena.
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