Hace cerca de un año, en un “post” titulado “¿De dónde vienes? De los toros”, les hacía partícipes de un episodio -para mí del todo inconcebible- en el que una Administración Tributaria (AT), lejos de sentirse “concernida” (¡toma eufemismo!) por la pendencia de una petición de suspensión no resuelta, había proseguido con sus actuaciones liquidatorias.
Aquella -para mí, abracadabrante- actitud de la AT me llevó a acudir al procedimiento especial para la protección de Derechos Fundamentales (así, con mayúsculas) ante un TSJ, siendo así que ante éste se argumentó que la suspensión cautelarísima (la misma que el Supremo vino a santificar mediante su célebre STS de 27/2/2018, ya analizada en esta bitácora en un “post” bajo el título de “¿Y aquí? ¿Rige aquí la Constitución?”) es predicable de toda suerte de actos administrativos y, en lo que a los tributarios atañe, no se restringe a aquellos que tengan una naturaleza y pretensión recaudatoria sino que se expande también a los que entrañan otras pretensiones. Ya entonces intuía que por ahí irían los tiros en la dificultad de lograr ese sacrosanto respeto al derecho a la tutela judicial efectiva en su vertiente cautelar.
Sin embargo, planteado en esos términos el debate, el TSJ sentenció al respecto que “en tal contexto, lo primero que sería necesario concluir es que la misma jurisprudencia existente en relación con la imposibilidad de apremiar una deuda cuando se ha solicitado la suspensión de la liquidación, rige para la interposición de recursos administrativos cuando se solicita algún tipo de medida cautelar en su interposición, lo cual no nos parece que quepa concluir, al menos hasta donde nos permite el actual estado de la cuestión”.
No seré yo quien niegue que ese planteamiento del TSJ frente a lo que ya se apuntaba como el meollo del debate me dejó del todo descolocado: la Sala no estaba en condiciones de concluir que el Derecho Fundamental a la tutela judicial efectiva determina la cautelarísima suspensión de cualquier actuación administrativa en tanto en cuanto se resuelva de un modo expreso sobre la petición de suspensión interesada por el recurrente. Huelga señalar que acato las decisiones judiciales -¡sólo faltaba!-, pero no se me exija -ya sé que no- que las comparta…
Así las cosas, aquella sentencia del TSJ se llevó al Supremo, siendo así que en el preceptivo escrito de preparación se argumentaba que “la STSJ se aparta -de un modo determinante o esencial- de una reiterada interpretación del TS en un doble sentido que, como tal, viene a refutar los dos pilares sobre los que gira la pretendida argumentación del TSJ: i) en tanto en cuanto esté pendiente de resolverse una petición de medidas cautelares, la Administración no podrá llevar a cabo actuación alguna; y ii) el punto anterior es predicable de toda suerte de actos administrativos, y no sólo de aquellos que conlleven de un modo inmediato y directo una obligación a cargo del administrado”.
La cuestión es que tras algo más de un semestre de “tensa” espera, el Supremo dictó una providencia mediante la que “acuerda su inadmisión a trámite, conforme al artículo 90.4.d) de la Ley reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa (en adelante, LJCA), por carencia en el recurso de interés casacional objetivo para la formación de jurisprudencia en los términos planteados”.
En este punto me hago eco de una observación (diríase que más bien una “queja”) que ya tuve ocasión de apuntar en algún foro especializado sobre el “nuevo” modelo de casación: me llama poderosamente la atención que mientras que las admisiones a trámite deben -ya por imperativo legal- motivarse, son precisamente las inadmisiones -es decir, aquellas en las que el justiciable es expulsado del “olimpo” judicial- las que el Legislador expresamente ha exonerado de motivación que exceda su carácter “sucinto”. De modo y manera que el Supremo, por esta vía, puede hacer uso de una praxis análoga a la empleada por el propio Constitucional (en sus parcos acuerdos de inadmisión de amparo en los que no aprecia “trascendencia” constitucional) o ya no digamos por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (siempre tan garante él, excepto cuando de inadmitir se trata pues ahí se “despacha” con alguna mera fórmula de estilo, en la línea de las profusamente esgrimidas por la exVicepresidenta Saénz de Santamaría en su declaración como testigo en la causa penal del “procés”).
Y ahí estamos ahora. En una de esas ocasiones en que uno tiene que armarse de valor y coraje para volver a levantarse al día siguiente y, poco a poco, retomar el aliento y, con él, la confianza en el sistema (aunque sólo sea por que no me/nos queda otra).
Así las cosas, ¿qué hacer? ¿dónde ir?
Lo primero y, además, obligado: mantengamos la calma. “Keep calm” que dirían mis bienqueridos hijos de la Gran Bretaña. Tomemos aire.
Pues bien, lo que ahora se abre ante nosotros es ese peculiar escenario donde interactúa una casación fallida, el incidente de nulidad de actuaciones y el recurso de amparo. Esos tres vértices formaban un del todo irregular triángulo isósceles hasta que el Supremo y el Constitucional aportaron luz en la oscuridad. En consecuencia, el mapa a seguir es el siguiente:
-. En virtud de la interpretación vertida en el Auto del Supremo de 11/12/2017, “en la sistemática actual, (…), sólo cuando se haya decidido la inadmisión del recurso de casación se podrá afirmar que contra la resolución judicial impugnada no cabe recurso ordinario, ni extraordinario, lo que es claramente novedoso, pues en la regulación precedente la propia resolución dictada definía intrínsecamente su recurribilidad. En consecuencia, a este Tribunal le compete decidir sobre la admisión o inadmisión del recurso de casación. Si el recurso de casación se admite se continuará la tramitación legalmente prevista. Por el contrario, si se inadmite el recurso de casación interpuesto contra la resolución judicial impugnada, es en ese momento, y esto es lo novedoso de la resolución que dictamos, cuando se puede afirmar la imposibilidad de interponer recurso ordinario o extraordinario contra la resolución judicial impugnada. Ello significa que la condición de «inimpugnabilidad» de la resolución de instancia sólo tiene lugar cuando la declaración de inadmisión del recurso de casación por el Tribunal Supremo se produce, no cuando aquélla es dictada. Por ello, en el asunto que decidimos, es esta resolución, la que ahora se dicta, la que abre la posibilidad de interponer el incidente de nulidad de actuaciones, contra la resolución impugnada (i.e.: en nuestro caso, la STSJ) pues es ahora cuando (…) no es susceptible de recurso alguno, ordinario o extraordinario, que es la condición a que el artículo 241 de la L.O.P.J. supedita la válida interposición del incidente de nulidad de actuaciones”.
Ergo, procede reconducir el asunto al TSJ de origen para que resuelva -me “malicio” que en sentido desestimatorio- sobre el incidente.
-. Y, en lo que al acceso al recurso de amparo ante el Constitucional se refiere, habremos de estar a lo indicado por el ATC 65/2018, de 18/6, que, en lo que aquí interesa, señala que “para que nuestra función constitucional pueda ser ejercida es preciso que estén agotadas las vías judiciales. Ello es así porque el aseguramiento del carácter subsidiario del recurso de amparo exige que no quede abierto el procedimiento constitucional en tanto no se hayan agotado los recursos utilizados en la vía ordinaria. Por tanto, es lógico entender que el agotamiento de la vía judicial previa al recurso de amparo exige haber intentado el recurso de casación cuando su admisibilidad dependa exclusivamente de la apreciación del interés casacional objetivo, que únicamente al Tribunal Supremo corresponde”.
Es decir, primero casación y sólo si ésta se inadmite (que es el caso), debemos agotar el “cartucho” del incidente de nulidad antes de llamar a la puerta del TC vía amparo.
A ello voy. Señor, ¡dame paciencia y templanza, por favor!