En su novela I am, I am, I am —Sigo aquí en su versión española—, Maggie O’Farrell relata algunos episodios en los que sintió cerca el roce de la muerte. El título está inspirado en una frase de La campana de cristal —The Bell Jar, en su original inglés—, de Sylvia Plath, que Maggie toma como epígrafe de su propia novela. La frase es esta: “I took a deep breath and listened to the old brag of my heart: I am, I am, I am”. La traductora de la novela de Maggie la interpretó así: “Respiré hondo y oí la consabida fanfarronada de mi corazón. Sigo aquí, sigo aquí, sigo aquí”. La de Sylvia, de esta otra forma: “Respiré hondo y escuché el antiguo reto de mi corazón: soy, soy, soy”.
Yo diría que la traductora de Sylvia optó por sintonizar con el significado literal (la denotación) del I am en La campana de cristal, y que la de Maggie prefirió hacerlo con el significado abierto (la connotación) que el triple I am del epígrafe inspira en Sigo aquí. Chapeau por ambas.
Como el verbo inglés to be puede significar en español ser, pero también estar, y también (como en el cogito ergo sum) existir, si yo jugara a ser traductora, quizá me hubiera atrevido a traducir ese triple I am como Soy, estoy, existo. Quizá también, en un arranque de insolencia hacia las reglas de ese juego, me habría lanzado a añadir un punto y seguido para apostillar: Sigo aquí. Y después…, después me habría quedado completamente desolada al descubrir que esas cinco palabras españolas para exprimir todo el sentido del triple I am inglés desbaratan por completo algo que, me parece a mí, Sylvia Plath también quería transmitir.
I listened to my heart. Escuché a mi corazón…
Yo también lo escucho.
Me llevo dos dedos al cuello y escucho entonces —perfectamente— su latido de doble movimiento, de sístole y diástole, sístole y diástole, que suena exactamente así: I am, I am, I am.
En esto pensaba yo —en la difícil labor del traductor— mientras leía el anteproyecto de ley, sometido a información pública el pasado 20 de diciembre, para garantizar “un nivel mínimo de imposición de los grupos de empresas multinacional y los grupos nacionales de gran magnitud en la Unión”, y dar con ello cumplimiento —algo extemporáneo, eso sí— a la obligación de transposición de las reglas GloBE recogidas en la Directiva (UE) 2022/2523 del Consejo, de 15 de diciembre de 2022.
Pensaba, sin ir más lejos, en el enorme reto que para los juristas españoles parece entrañar la traducción del verbo inglés to hold. Allí, por ejemplo, donde el artículo 3(22) de la versión inglesa de la Directiva utiliza ese verbo inglés para establecer el umbral que permite que terceros ajenos al grupo participen en los beneficios de una matriz sin que esta deba calificarse como “parcialmente participada”, su versión española utiliza detentar y el artículo 5.13 del anteproyecto de ley ostentar.
Si yo jugara a ser traductora, establecería como regla fundamental del juego atender a lo que los diccionarios que en el mundo hay dicen que significan las palabras que quiero traducir. Esta regla permitiría concluir que detentar no resulta acertado en este contexto porque, en la acepción que de este verbo ofrece la RAE, supone ‘poseer o retener [algo, especialmente un título o cargo] ilegítimamente’, con lo que su empleo da pie a que todas las matrices participadas muy legítimamente por terceros ajenos al grupo en más de un 20 % de sus beneficios puedan no sentirse concernidas por la calificación legal. Por otro lado, aunque lo que las reglas de toda normativa antiabuso dicen no tenga la menor importancia —¿la tuvo alguna vez?—, a mí personalmente ostentar tampoco me convence mucho porque significa ‘llevar [algo] de modo que sea bien visible’ o ‘hacer gala o alarde [de algo que se posee], con el fin de causar admiración’ o ‘poseer públicamente [algo considerado un honor o un privilegio, como un cargo relevante, un título, etc.]’, con lo que su empleo podría dar pie a que las matrices que no se sientan concernidas ahora sean aquellas participadas de forma discreta y sin ostentación alguna por terceros ajenos al grupo en más de un 20 % de sus beneficios.
Sobre detentar, el Diccionario panhispánico de dudas indica —resaltados añadidos— que “aunque, sobre todo en el lenguaje jurídico-administrativo, no es infrecuente su empleo con los sentidos generales de ‘tener [algo] o disponer [de ello]’ o ‘poseer [un título o dignidad] u ocupar [un cargo]’, se recomienda reservar su uso a los casos en que la posesión se considera ilegítima” y que “en relación con títulos o cargos de relevancia que se poseen u ocupan legítimamente, debe preferirse el uso de ostentar”. Sobre ostentar, el mismo Diccionario dice que “es impropio su empleo como mero equivalente de tener, sin que esté presente la idea de relevancia u honor”. Sobre to hold, el Diccionario de Cambridge ofrece entre sus posibles acepciones la que aquí parece estar en uso: “to have something, especially a position or money, or to control something”.
Habida cuenta de esto que dicen los diccionarios, andaba yo pensando que si jugara a ser traductora me plantearía quizá utilizar un simple y discreto tener para traducir to hold en casos como este, aunque sea una palabra —me refiero a tener— que solo tenga dos sílabas y ya sepamos todos que el empleo de esas palabras cortitas en nuestros textos jurídicos siempre queda preterido en favor de otras más largas…, como sucedió con las sencillitas y muy modestas antes y después, que quedaron abducidas por las más ampulosas con anterioridad y con posterioridad. Y en esas estaba yo, a punto de perder del todo la fe en la modestia y sencillez de nuestra comunidad jurídica, cuando me llegó noticia de que el Diario Oficial de la Unión Europea del pasado 22 de diciembre —dos días después de la apertura del trámite de información pública del anteproyecto— corregía la versión española de la Directiva para sustituir en toda ella el verbo detentar por el verbo… poseer. He consultado la definición de poseer en la RAE y no me disgusta del todo la corrección. Intrigada me quedo con lo que finalmente hará el proyecto que se presente a las Cortes…
No ha arreglado en cambio ese Diario Oficial otra cosilla que, por su doble y enigmática asimetría, me chirría cada vez que la leo: la expresión “grupo de empresas multinacionales o grupo nacional de gran magnitud”. Por un lado, ese epíteto “de empresas” que solo se introduce para el grupo multinacional, como si los nacionales lo fueran de otra cosa, cuando unos y otros —¡digo yo!— están igualmente integrados por empresas. Por otro lado, la calificación “de gran magnitud” que solo se predica del grupo nacional, como si el multinacional quedara al margen de ella, cuando la única “gran magnitud” relevante que ofrece la Directiva (y el anteproyecto de ley en su artículo 6.1) se aplica indistintamente a ambos.
Sin respuesta satisfactoria a esta doble asimetría, creo que, si jugara ahora a ser técnica redactora de normas jurídicas, consideraría ociosa la primera precisión para los dos grupos y necesaria y común a ambos, en cambio, la segunda. Bueno, en realidad, creo que si yo jugara a ser técnica redactora de normas, lo que haría es establecer tres reglas esenciales para admitir la utilización en ellas de términos definidos: la primera, que el término definido sea más breve que el concepto que se define; la segunda, que el término definido conserve cierta capacidad expresiva del concepto que se define y no induzca a error ni haga más farragosa la lectura del texto —el uso alegre de acrónimos, queridos míos, supondría la exclusión automática e irrevocable del juego—; la tercera, que una vez definido el término se eviten inconsistencias en su uso posterior.
No me parece, dicho sea con todo el cariño del que soy capaz a los técnicos redactores de la Directiva en su versión primigenia y a los “transpositores” que han considerado obligado no apartarse tampoco en esto de ella, que esas reglas del juego se respeten del todo en su larga lista de términos definidos. Obsérvese, por ejemplo, la definición que el artículo 3(3) de la Directiva, 5.24 del anteproyecto ofrece de “grupo”: “a) un conjunto de entidades que estén relacionadas a través de la propiedad o el control, tal como se define en la norma de contabilidad financiera aceptable para la elaboración de estados financieros consolidados por parte de la entidad matriz última, incluida cualquiera entidad que pueda haber sido excluida de los estados financieros consolidados de la entidad matriz última basándose únicamente en su pequeño tamaño, en motivos de importancia relativa o por el hecho de que se mantenga para la venta; o, b) una entidad principal y sus establecimientos permanentes, siempre que no forme parte de otro grupo según se define en la letra a) anterior”. Sin perjuicio de que sería quizá deseable que en esa definición se incluyeran las circunstancias que hacen que esos grupos queden sujetos a la normativa sobre la imposición global mínima, y dejando todo tipo de comentarios estilísticos al margen, ¿no es cierto que esta definición de grupo no discrimina en función de si las entidades que integran el grupo están todos en una misma jurisdicción o en varias? Pues si eso es cierto, que lo es, las reglas primera y tercera de mi juego obligarían a que, cada vez que esa discriminación no fuera necesaria en una norma concreta de la Directiva, se hiciera empleo del término breve que engloba, o debería englobar, todo —“grupo”— y no del farragoso “grupo de empresas multinacionales o grupo nacional de gran magnitud”. Con este solo ejemplo y una mera lectura, así en diagonal y a vuelo de pájaro, de la Directiva (o del anteproyecto de ley para su transposición) podrán Uds. comprobar cómo esas reglas primera y tercera de mi juego (la de la brevedad y la de la consistencia) resultan infringidas con frecuencia.
En cuanto a su regla segunda [la de la capacidad expresiva] también existe una infracción frecuente de ella. Tomemos por ejemplo la definición de “grupo nacional de gran magnitud”: “cualquier grupo en el que todas las entidades constitutivas estén radicadas en territorio español”. Nótese, por tanto, que el grupo encabezado por Turrones Fernández Pérez, Viuda e Hijos, S.L., con residencia en Alicante y sucursales en Sevilla, Madrid, Gijón y Barcelona, por poner un ejemplo que espero no guarde parecido, ni siquiera por pura coincidencia, con ninguna realidad, encajaría perfectamente en esa definición, aunque las ventas de ese “grupo nacional de gran magnitud” que es Turrones Fernández Pérez, Viuda e Hijos, S.L. fueren de una magnitud francamente irrisoria.
En fin. El caso es que, aunque la brevedad, claridad y consistencia de las normas jurídicas no tengan la menor importancia —¿la tuvieron acaso alguna vez?—, a mí personalmente me parece que a la definición general de grupo le falta aquello que hace que la Directiva le preste atención: su “gran magnitud”, entendida como la circunstancia de que el importe neto de su cifra de negocios sea igual o superior a 750 millones de euros en al menos dos de los cuatro períodos impositivos inmediatamente anteriores. Sin la inclusión de esa precisión en el concepto del término definido “grupo”, después profusamente utilizado a lo largo de todo el articulado de la Directiva, se producen (o pueden producirse) inconsistencias que dan lugar (o pueden dar lugar) a potenciales dudas interpretativas…
Como me consta que la propia AEAT está preocupada por hacer sus comunicaciones más sencillas e inteligibles para el común de los mortales, tómese lo anterior como ruego para que esa buena voluntad se extienda también a todas las iniciativas legislativas en materia tributaria, aunque vayan dirigidas a “los grupos de empresas multinacionales y los grupos nacionales de gran magnitud”. Al fin y al cabo, quienes tienen que atribuir sentido y significado al conjunto de reglas en que esas iniciativas se concretan son siempre pequeños mortales, comunes y corrientes, aunque trabajen en, o para, o sobre esos grupos empresariales de gran magnitud.
Y hablando de iniciativas legislativas, puestos ya a jugar a todos los juegos, si yo jugara a ser legisladora, tengo claro que tendría que plegarme a las tres reglas que dotan de sentido al propio juego. La primera, honestidad y claridad en la explicación y justificación de las leyes que se planteen. La segunda, sumisión de esas leyes a los principios y derechos de orden superior. La tercera, transparencia absoluta en su proceso de elaboración.
Me da a mí que estas tres reglas de este otro juego también se ven infringidas por esta Directiva y su transposición al ordenamiento español… en línea, por lo demás, con la tónica general de lo que sucede hoy día con la aprobación de cualquier norma con rango de ley.
Empezando por la primera regla (la de la justificación de lo que explica la iniciativa legislativa), no me parece a mí que sea muy honesto y claro recurrir al manido discurso de la necesidad de atajar la planificación fiscal abusiva para justificar una norma que se aplica con independencia de que esa planificación fiscal abusiva exista o no; que puede hacer que un grupo “de gran magnitud” quede obligado a pagar el nuevo impuesto (el Impuesto Complementario) aun cuando respete en forma y sustancia todos y cada uno de los límites, todas y cada una de las exigencias, que para evitar esa planificación fiscal abusiva se han ido estableciendo a lo largo del tiempo. Tampoco me parece a mí que sea muy honesto y claro afirmar que lo que pretende la norma es someter a los grupos multinacionales a un tipo de imposición mínima del 15 % cuando, revisada su mecánica, resulta que el nuevo Impuesto Complementario puede exigirse a grupos que ya tributan en su conjunto por encima de este límite.
En cuanto a la segunda regla (la del respeto a los principios, derechos y libertades de orden superior), la Directiva incluye dentro de su ámbito de aplicación a los “grupos nacionales de gran magnitud”, supuestamente para evitar una discriminación que pudiera ser contraria a las libertades fundamentales reconocidas en el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea. No sé si extender un despropósito a grupos nacionales con el propósito de que los multinacionales no encuentren una excusa para evitar que el despropósito se les aplique también a ellos es algo irreprochable desde los objetivos que persiguen los Tratados. Hago acto de fe y asumo que sí. Pero resulta que el nuevo Impuesto Complementario para los “grupos de empresas multinacionales” puede devengarse por el solo hecho de que en una de las jurisdicciones en las que opera ese grupo el tipo de imposición efectiva sea inferior al 15 %, incluso si se ve compensado con una imposición muy superior a ese mínimo en otras jurisdicciones, mientras que para los “grupos nacionales de gran magnitud” el devengo del nuevo Impuesto Complementario solo se produce cuando el tipo de imposición efectiva de todo el grupo en su conjunto es inferior al mínimo. ¿De veras que se corrige la discriminación? Supongo que habrá que hacer otro acto de fe y asumir también que sí.
Y con relación a la tercera regla (la de las garantías democráticas en su elaboración)…, pues no me parece que el proceso de alumbramiento de las normas modelo por el Marco Inclusivo de la OCDE y el G-20 haya sido ejemplo democrático de transparencia, publicidad o debate contradictorio, que es lo que siempre entendí que aportaba la tramitación parlamentaria de las normas que regulan materias sujetas a reserva de ley. No se conoce el texto de partida, ni quién lo preparó, ni atendiendo a qué objetivos concretos. No se conocen las distintas posiciones que los países han mantenido sobre los diversos puntos sobre los que se haya planteado alguna discrepancia (ni siquiera el que mantuvo el nuestro), ni por qué. No se conoce el debate contradictorio que haya podido existir ni el proceso elegido para dirimir esas diferencias. Esta falta de transparencia dificulta enormemente entender el porqué de las normas resultantes… y no me digan, por favor, que la tramitación parlamentaria del proyecto de ley para la transposición de la Directiva y el establecimiento del nuevo Impuesto Complementario en nuestro ordenamiento permitirá subsanar esas deficiencias, porque una servidora puede ser un alma cándida dispuesta a creer en la bondad innata del ser humano, y en la justicia y necesidad de ciertas causas de interés general, pero su fe no es ilimitada, y pedirme que crea en la voluntad de nuestros legítimos representantes de dotar de transparencia a su actividad o en su capacidad de buscar apoyo para enjuiciar con espíritu crítico si este tipo de propuestas son realmente beneficiosas para los intereses de sus legítimos representados es, sencillamente, pedirme demasiado.
Sea como fuere, el caso es que, aunque esto de la honestidad en la justificación de las normas, su respeto a principios de orden superior y la transparencia en su proceso de elaboración no tengan la menor importancia —si la tuvieron alguna vez está claro que se perdieron por el camino que nos ha traído hasta aquí—, a mí personalmente me parecería mejor reconocer abiertamente que la iniciativa responde al empeño de algunos en recortar la soberanía fiscal de los estados; en recortar la capacidad para utilizar la fiscalidad como medida de política económica. Aunque lo que de verdad me parecería mejor, hasta el punto de estar dispuesta a renunciar a todas las demás reglas de todos los demás juegos —quizá sea yo ahora quien pide demasiado— es que se mostrara un poco de respeto, no ya solo a los principios y derechos de orden superior que todo legislador decente debe respetar, sino al tiempo individual y colectivo que los lectores por obligación de toda ley tienen luego que emplear para esclarecer sus mandatos, especialmente cuando se hurta del debate público su elaboración y cuando esta última no tiene en cuenta ninguna de las reglas de ninguno de los juegos relevantes en toda normación.
Esto del tiempo que han de invertir los particulares para interpretar y aplicar las normas con las que se acribilla su existencia también carece de toda importancia —¿se tuvo en cuenta acaso alguna vez?—, pero, si yo jugara a ser parte de esa élite de burócratas que cada vez nos gobierna más, impondría como regla fundamental del juego la de no parecerse a aquellos hombrecillos grises de aquella novela infantil de Michael Ende; esto es, la de no convertir la existencia ajena en un campo de minas de obligaciones intrincadas e ininteligibles que, desconectadas de una ignota razón de ser, solo sirven para fumarse nuestro tiempo; para ponerlo al servicio de obligaciones innecesarias, o innecesariamente complejas, que nunca jamás quedarán sometidas a un análisis de eficacia y eficiencia del que pueda resultar su eventual supresión.
Y aunque en este triste proceso nuestro tiempo se trate como si ya fuéramos verdaderamente el olvido que seremos, si esos “hombrecillos grises” escucharan con atención, comprobarían que no, que los relojes que recuentan este tiempo que nos ha sido dado —nuestro activo más valioso— siguen teniendo un tic-tac de doble movimiento, de sístole tras diástole, sístole tras diástole, que insistente y desesperado dice al unísono exactamente así: Somos, estamos, existimos. Seguimos aquí.
Todos, incluso los gobiernos, hablan de normas innecesarias o redundantes. Pero todos las acogemos sin rechistar. Demasiada normativa
Tomemos ejemplo sobre los agricultores que se estan manifestando contra estos excesos normativos.