Ya traté, tangencialmente, el despropósito acontecido con el impuesto sobre la plusvalía municipal tras la sentencia del Tribunal Constitucional -nº182/2021- que el día 26 de octubre de 2021 se hizo pública de forma poco transparente, cambiando el criterio que previamente había plasmado en diversas resoluciones el máximo intérprete de la Constitución, para pasar a declarar la inconstitucionalidad y nulidad de los preceptos reguladores de la base imponible citado tributo.
A consecuencia de la resolución se produjo de forma inmediata el cambio normativo que el TC venía reclamando desde las primeras sentencias que allá por el 2017, de una forma más pacata, ponían en duda la constitucionalidad del impuesto. El objetivo de esa puntual modificación, que deja incólume un gravamen antediluviano, es que los ayuntamientos puedan continuar recaudando dicho tributo en el futuro.
El citado cambio de la normativa de la plusvalía se realizó a través de un real decreto- ley, el 16/2021, publicado en el BOE el 9 de noviembre. Merece la pena, en este sentido, leer la severa crítica que el ex magistrado del TC, Manuel Aragón, ha lanzado en el ejemplar que marca el centenario de la revista El Notario del siglo XXI hacia el mal uso, tendencialmente creciente, de estos instrumentos normativos: “convirtiéndose el gobierno en el auténtico legislador, haciendo un uso abusivo de los decretos-leyes, que han pasado a ser un modo ordinario de legislar: las cifras son llamativas, desde 2016 se han dictado 126 decretos-leyes frente a solo 69 leyes (que, además, en su mayoría, provienen de la conversión en leyes de decretos -leyes previamente convalidados por el Congreso)”.
Como es sabido, ante el descalabro económico para las arcas municipales que podría haber supuesto permitir a los contribuyentes que hubieran liquidado dicho tributo en los últimos años que pudieran solicitar su devolución, la expuesta STC -que acabó publicándose en el BOE incluso después de la entrada en vigor de la nueva regulación del tributo, para cerrar el círculo de la desfachatez- estableció una limitación de sus efectos hacia el pasado que ha sido muy discutida y que deja a los contribuyentes ante un escenario parecido a un rompecabezas, con situaciones claramente discriminatorias.
En primer lugar, todas aquellas autoliquidaciones o liquidaciones que no fueran firmes, porque hubieran sido objeto de un recurso administrativo o judicial a fecha 26 de octubre de 2021, deben ser anuladas ineludiblemente por la Administración o por el Tribunal que esté dirimiendo el recurso y, ello, con independencia de que se pruebe o no la existencia de una disminución de valor del inmueble. La norma ha sido expulsada del ordenamiento jurídico y las liquidaciones “vivas” deben desaparecer en todo caso.
En segundo lugar, todas aquellas liquidaciones del tributo por operaciones económicas posteriores al 8 de noviembre se tendrán que afrontar conforme a la nueva regulación del tributo derivada del citado real decreto -ley, que ha establecido un nuevo método de cálculo aparentemente más acorde con la Constitución en una visión superficial.
Ahora bien, la nueva norma atesora varios óbices de orden constitucional, que podrían dar lugar a una nueva declaración de inconstitucionalidad. En efecto, por un lado, se ha establecido un método alternativo para calcular la plusvalía, basado en la plusvalía real de la transmisión del terreno y no en los valores objetivos que continúan utilizándose para calcular la cuota tributaria. Quizás es una sutileza impropia de un cenagal como es el ordenamiento tributario español, pero a mí me parece que, reconociéndose esa posible manera de calcular el tributo, se está acercando su hecho imponible al de los tributos personales sobre la renta -Impuesto sobre Sociedades e IRPF-, lo que conllevaría una palmaria doble imposición. O esto es así o que alguien me explique cómo dos tributos ontológicamente diferentes se pueden calcular de la misma manera. Mis escasas y decrecientes entendederas no saben verle la lana a la oveja merina cuyo apellido, precisamente, se debe a los recaudadores tributarios del antiguo Reino de León, pues cobraban los diezmos en lana y viandas. A mi modo de ver, esa doble imposición de todos modos ya existía, como ocurre con otras figuras tributarias en las que la justicia constitucional ha cerrado los ojos más de la cuenta para no dejar sin pisto a las comunidades autónomas.
Por otro lado, se puede poner en duda que la regulación a través de real decreto-ley cumpla plenamente las exigencias del principio de reserva de ley, por dos motivos: primero, porque yo tampoco sé ver la urgente necesidad que defienden otros autores si, de acuerdo a nuestra tradición latina, acudimos al aforismo clásico “nemo auditur propriam turpitudinem allegans”, pues parece evidente que con el uso de tal instrumento normativo el poder legislativo está beneficiándose de su propia torpeza al no modificar el tributo en los cuatro años precedentes; segundo, y esto ya parece más dudoso, porque se esté afectando a la capacidad de contribuir en un tributo que forme parte del nudo gordiano del sistema tributario, cosa que no parece acontecer aquí.
Publicado en Iuris & Lex -elEconomista- en el día de hoy.